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lunes, 20 de junio de 2022


Por: Enrique Milanés León   

Para medir en brazas la hondura del mundo, los cubanos tenemos las palabras de José Martí; cada cual escoge las suyas, pero pocos se atreven a negar que el Maestro siempre acierta. Yo mismo —aprendiz de periodista que no logra pasar de las primeras lecciones— sé bien que nunca hallaré, a la hora de describir el amor por mi Daniel, una idea como la que dejó el Apóstol en su Cuaderno de apuntes: «Si he de envolver el sombrerito de paja y las pequeñas botas que usó hace un año mi hijo, miro si el papel periódico en que los envuelvo está escrito por las pasiones de los hombres o si defiende cosas de justicia, y los envuelvo en él porque defiende cosas de justicia. Creo en esos contagios».

En tal caso, la justicia es «pandemia» necesaria, contagio virtuoso: ¡Bendito el periódico que limpie, con boticas y sombrero de bebé, las amarguras comunes de la existencia! Solo un padre como Martí, sensible hasta el último átomo, puede usar algo sencillo que amaba sobremanera —los periódicos— como recipiente de la metáfora del amor mayor.

Un libro de alta poesía, dulcísimos pensamientos, la cólera ante la distancia, lágrimas que no vimos —pero que estarían allí, por sobre la línea de flotación de su pecho—, sueños pendientes… son tonos del angustioso paisaje de afectos por su José Francisco; ahora bien, Martí fue también padre, con todas las del amor, que son más que todas las de la Ley, de otra niña querida: María Mantilla.

En torno a esa relación, de vez en cuando asoman por nuestras aguas los picos del iceberg de la polémica, que rebasaron la superficie de los susurros desde la carta de María, ya anciana, a Gonzalo de Quesada y Miranda, de febrero de 1959, en la que le escribe —ante la autoproclamación de un falso nieto del Apóstol— con todas sus letras: «Yo, como usted sabe, soy la hija de Martí, y mis cuatro hijos, María Teresa, César, Graciela y Eduardo Romero, son los únicos nietos de José Martí».

En respuesta a la misiva, Gonzalo le afirma, unos días después: «Todos sabemos que usted lo es, y que si por ejemplo nosotros los Quesada nunca lo hemos expresado públicamente es porque no ha sido hasta ahora en que usted autoriza…».

Personalmente, no veo pruebas de que María Mantilla fuera hija de José Martí, pero tampoco tengo dudas de que José Martí era su padre. Él puso conscientemente, en función del crecimiento interior de esa niña, hasta el último gen de su organismo, y esa dedicación no tiene más nombre científico que este: Papá.

Otros discutan sobre arbustos genealógicos: las cartas a María y los actos que encierran dicen más que cualquier rasgo físico coincidente o cadena de ADN. En estos «surcos» humanos, las certezas se cosechan de otro modo: los padres verdaderos no se confirman en los laboratorios.

Que los eruditos crucen, o no, sus espadas, pero mientras lo hacen, y aun después de que terminen, tirios y troyanos han de coincidir en que Martí fue en su tiempo, como lo es en el nuestro, el hombre menos «cualquiera» del mundo, de modo que su condición de padre de María —padre así, sin adjetivos o acotaciones que evadan un sentido o busquen otro, padre con el peso rotundo de la palabra y sin más matiz que el amor— se impone ante los exámenes posibles, las interrogantes y suspicacias lo mismo que, frente a la separación y el dolor de un matrimonio tan legal como fallido, se impuso su clara condición de papá del Ismaelillo. Hágalo o niéguelo la genética, a esos dos niños los igualó el pleno amor de un enorme ser humano.

Pula cada uno un trocito en la venerable verdad del hombre que se hizo héroe, pero nadie tire la puerta que asoma al carnalísimo bronce del héroe que no deja de hacerse hombre. Tampoco se precisa buscar en ojos, cejas, orejas, mejillas, labios; ni siquiera en el corazón o en los genes, lo que reside en las almas: a la larga, como los buenos que indefectiblemente triunfan en el cuento de «Meñique», el amor siempre somete a la ciencia.

Los afectos hablan, abrazan y hasta besan. Por alguna razón de ternura mayor, José Martí —que el 6 de enero de 1881 había asistido al bautizo de la niña en condición de padrino— anunció una vez la idea de incluir, en un libro sobre «los momentos supremos» de su vida, el pasaje de «la abeja de María», anécdota que, en los Versos sencillos, quedaría así: «Temblé una vez en la reja/ A la entrada de la viña/ Cuando la bárbara abeja/ Picó en la frente a mi niña».

Muchos años más tarde, María misma contaría a la historiadora santiaguera Nydia Sarabia que el hecho ocurrió en 1890, en Bath Beach, donde ambos pasaban el verano. Niña y abeja le cambiaron al poeta la agenda de la jornada: «Ese día Martí iba a escribir sus versos, y me llevó con él, y estando los dos sentados debajo de un árbol, se apareció una abeja, y después de darme muchas vueltas me picó en la frente, y en el acto Martí cogió la abeja entre sus dedos y la trituró».

Así habría de querer aquella frente profanada el gran amante de la naturaleza como para decidir, en automática reacción protectora, aplastar la abeja. En seguida procuró agua para la niña y puso amorosamente, con afán sanador, algún tipo de lodo en la picada. Después nos dejó a todos, para que no olvidáramos la estampa, un par de testimonios hermosos: el poema de la «bárbara abeja» y la conocida foto de ellos, poderoso retrato que, chorreando tristeza, rebosa un amor conmovedor.

¡Insolencia de abeja esa de cavar nada menos que en la frente de «La madeimoselle Marie» a quien el poeta dedicara los versos de «Los zapaticos de rosa»! ¿Acaso el insecto confundiría a la pequeña sentada a la vera del hombre de traje oscuro con una flor junto a un árbol y buscaría su polen? De ser así, seguramente él hubiera comprendido.

Martí no era apenas el padrino. Probablemente un padrino no tiemble por la picada de una abeja a su ahijada. Sería un padrino excesivo el que, en los días calientes de junio de 1892, cuando el periódico Patria y el Partido Revolucionario Cubano se le tornaban hijos recién nacidos y muy exigentes, tenía motivaciones interiores para escribir en la sección «En casa», del primero, una belleza como esta: «Ni hay para la virtud de un hombre premio más grato que verla renacer en la delicadeza y ternura de una hija». ¿En qué pensaba? ¿Qué cariño enyugaba su pluma?

Sus arsenales de ternura eran inmensos. Quería con la misma fuerza de sufrir y amaba a los suyos con energía similar a la que, en la lucha, dedicaba a enfrentar al enemigo. El hombre aparentemente menudo vivía todo en mayúsculas.

Queredor con matices, pero no queredor a medias, no era, en vida de los dos, un padre solo putativo de la niña, como no es —cuando sus cenizas guardan mil secretos que unos intentan develar y otros prefieren dejar en reposo— el papá morfológico y antropométrico que sugiere la comparación exhaustiva de unas cuantas fotos. Junto a su «Maricusa», hacía el cuadro del padre, la hija y el espíritu… tanto.

Todavía hoy, cuando quieren palpar el escurridizo cuerpo del amor, muchos van a asomarse a las cartas a María. El 9 de abril de 1895, desde Cabo Haitiano, preguntándole como un papá celoso si pensaba en él, Martí plasmó la ejemplar sentencia: «Mucha tienda, poca alma. Quien tiene mucho adentro necesita poco afuera. Quien tiene mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco».

Aunque esa parezca insuperable, la misiva contiene una imagen más exquisita. El rostro de la niña es para él no solo alivio y talismán, sino también podio de premiaciones, recurso supremo para recompensar en los demás la limpieza humana y la entrega patriótica: «Cuando alguien me es bueno, y bueno a Cuba, le enseño tu retrato».

Lo que no sabían los españoles que le mataron pasado un mediodía de mayo es que el hombre que caía en Dos Ríos tenía dos corazones. Fusil de cañones gemelos. Cual hacían, muy cerca, las aguas del Cauto y el Contramaestre, en su pecho se cruzaban las corrientes de viejos y nuevos mambises que por fin palpitaban en sangre cabalgante, juntos, por Cuba. Ese doble torrente del guerrero lo distinguía más en la manigua que la extraña vestimenta de pelea que lo marcaba con insignias únicas de Mayor General del amor.

Dos corazones, ni más ni menos. Desde la jurisdicción de Baracoa, Martí había escrito a la pequeña, el 16 de abril: «Voy bien cargado, mi María, con mi rifle al hombro, mi machete y revólver a la cintura, a un hombro una cartera de cien cápsulas, al otro en un gran tubo, los mapas de Cuba, y a la espalda mi mochila, con sus dos arrobas de medicina y ropa y hamaca y frazada y libros, y al pecho tu retrato».

Retrato-corazón, marca-pasos natural en su campaña, brújula más fiel rumbo a una República de seres limpios y luz pareja. Ella era su «hijita». ¿Cómo mensurar, en lo justo, la lectura de tal apelativo? No parece que puedan hacerlo por sí solos quienes se erigen en férreos custodios de una moral ya más que sólida, inderrumbable, ni tampoco los agrimensores que buscan asentar en informes periciales las coordenadas exactas de su grado de «terrenalidad» de hombre de carne y hueso. No es que Martí esté en el medio: está por encima de todo eso.

Entonces, ¿padre, hija…? También en ello, haciendo valer la frase harto referida, Martí es más misterio y más acompañante que nunca. Mientras el cierre en bandos divide el amor, él sigue multiplicándolo.

José Martí es el papá de María Mantilla, como es el mío. María es mi hermana. ¡Ay del cubano que no sepa de qué simiente germinó! Quién sabe si no lo dijo explícitamente porque Carlos Manuel de Céspedes se le había adelantado, con réquiem de campanazos y al precio de un hijo muerto, pero para hacer lo que hizo —también—, el Maestro tendría que sentirse padre de todos los cubanos.

Por osadas que lleguen a ser un día las revelaciones de la genética forense, en ningún caso certificarían más que la filiación directa del héroe con su pueblo, María incluida. Todavía, apartando las mismas murmuraciones de cosas falsas y/o cosas ciertas que sufrió en su siglo, Martí cuida de prole inmensa.

La pequeña María sabría mejor de sus múltiples hermanos cuando él apuntó en la última carta a Carmen Miyares y a sus hijos, desde Altagracia, Holguín, solo diez días antes de caer: «100 hombres apiñados respiran en el casuco donde escribo, con la vela en un jarro».

De común nerviosa, inquieta, saltarina, esa vez la caligrafía del Maestro parecía susurrar en la penumbra, como quien no quiere despertar a los seres que protege. Al final de la misiva, José Martí (le/les/me/nos) dibujó, en palabras de padre de una nación: «Todos duermen a mi alrededor; velo». ¿Para quién hace guardia, todavía, sino para todos sus hijos: nosotros?

Enrique Milanés León
Forma partede la redacción de Cubaperiodistas. Recibió el Premio Patria en reconocimiento a sus virtudes y prestigio profesional otorgado por la Sociedad Cultural José Martí. También ha obtenido el Premio Juan Gualberto Gómez, de la UPEC, por la obra del año.

 

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