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miércoles, 1 de septiembre de 2021

A la violencia, cero brecha


por; Lisandra Gómez Guerra   

Mario es el vivo retrato de su padre. Se lo han dicho desde que vino al mundo hace 44 años. Pedro, su progenitor, ya no vive, pero en el barrio pocos lo olvidan.

Cuando alzaba la voz —recuerdan—hasta las piedras enmudecían.

Su casa la visitaban aquellos que él quería, porque era quien ponía las reglas del juego. Dentro, golpes, gritos, imposiciones; era su propia ley, la misma que implantó fuera de la vivienda hasta que el filo de una navaja, en plena calle, le mostró la cara del silencio.

Mas, la quietud duró poco. Mario heredó demasiado de su padre. La madre lo supo cuando vio, con solo 12 años, la misma llama de los ojos paternos al romper las dos butacas de la sala ante la negativa de no ir al parque. Alegan que, junto con los muebles, volaron cuadros y búcaros. Desde entonces, sólo así encuentra alivio.

En su casa, su voz es la única que puede escucharse. La esposa no trabaja, ni prácticamente se asoma a la acera porque para eso él —el único hombre de la familia— le pone en las manos todo lo necesario.

Los dos hijos saben que no se le puede buscar las cosquillas porque ni él mismo imagina cómo puede terminar el “juego”. La madre, desde el mismo rincón de siempre, prefiere callar. Sabe, gracias a Pedro, que así evita mayores males. Al final, Mario es la viva estampa del padre.

Lo que ninguno imagina es que son constructos de un ambiente de constantes aprendizajes, tanto colectiva como individualmente, donde la violencia camina a sus anchas. Tanto así, que el respeto es sinónimo de poder, miedo e imposiciones por parte de Mario hacia el resto de las personas que le rodean.

Precisamente, a ese conjunto de actitudes o comportamientos de abuso —con carácter sistémico— de un miembro de la familia contra otro u otros, se denomina violencia intrafamiliar, un problema de salud pública capaz de ocasionar significativas consecuencias negativas a quienes conviven en ese contexto o cercanos al mismo, por obstaculizar el normal desarrollo y la paz.

Parte del entramado de violencia que existe en nuestra sociedad, no reconoce solo a las agresiones físicas, sino a las psicológicas, sexuales, patrimoniales… En fin, todo lo que evidencie discriminación y un ejercicio de poder, propio de la ideología patriarcal, la misma que desde hace siglos conduce el actuar y pensar de gran parte del contexto nacional, donde los hombres suelen ser epicentro de las actividades.

Sin embargo, ellos mismos pueden —aunque las estadísticas refieren números inferiores— ser víctimas de esas expresiones de violencia. Mientras que las mujeres y menores de edad resultan, históricamente, las poblaciones más vulnerables, igualmente se reconocen casos de descendientes con capacidad de lograr mediante cualquier ardid lo que desean de sus tutores.

Esas expresiones no son islas en un gran entorno. Son herederas de un proceso cultural, resultante de formaciones cíclicas de conductas y actitudes muy nocivas para los seres humanos. La propia estructuración patriarcal de la familia ha generado que sea, justamente, una de las instituciones sociales más violentas por ocurrir en su interior relaciones de poder asimétricas, ya sea por género o generación.

 Desigualdades

A Soraya le enseñaron desde niña que las mujeres complacen, acompañan, acceden ante cualquier pedido, cuidan y dan cariño. Ha intentado cumplir con cada una de esas “misiones” otorgadas por la “naturaleza”, aunque en ocasiones el cansancio, el desaliento o simplemente la falta de deseos la superan.

Entonces, saca fuerzas y hasta dibuja una sonrisa maltrecha de donde no tiene para que su esposo se sienta satisfecho y orgulloso de quien lo recibe con el baño listo y la cama pulcra. Detesta que le reprochen por no cumplir con las expectativas. Apuesta por fingir, cuando el ánimo no le alcanza.

Sustentada en estereotipos sexistas, la violencia de género —asentada en la desigualdad de poder entre el hombre y la mujer, según la cultura patriarcal— se encuentra con fuerte arraigo también en el interior de las familias cubanas.

Sus manifestaciones, como todo acto de discriminación, son diversas: física, sicológica, sexual, moral, simbólica, económica… Centurias de reproducción mantienen anclados en pleno siglo XXI estereotipos y roles que coartan el disfrute de los derechos y bienestar integral de las personas.

Y aunque las mujeres y las niñas han sido sus víctimas más recurrentes, los hombres tampoco escapan. Basta que uno rompa con las normas de la heteronormatividad y el machismo para que sea diana de actos violentos, manifestados desde la burla, el rechazo y las agresiones físicas.

 Con nombres y apellidos

Ante realidades en las que el irrespeto y la sumisión toman la palabra, Cuba —aspirante desde hace seis décadas a desterrar toda expresión de desigualdad por el propio carácter humanista de su proyecto social y político— se contextualiza.

Apuesta por apuntalarse desde todas las áreas, incluida la jurídica, para garantizar el mayor número de derechos a esa masa plural, diversa y en constante evolución que la sostiene. Le compete así propiciar espacios de coexistencia donde se garanticen las facultades del ser humano para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida.

Por esa búsqueda como expresión de ejercicio constante surgió y más tarde se aprobó, con más de un 86 por ciento, la Constitución de la República en 2019. Esta Carta Magna está reconocida como revolucionaria, transgresora y mucho más inclusiva que las que le antecedieron.

En su interior encontramos más de un artículo que confirma el interés del Estado de prevenir y proteger de todo acto discriminatorio a quienes integran las familias cubanas.

Específicamente en su Artículo 85, “La violencia familiar, en cualquiera de sus manifestaciones, se considera destructiva de las personas implicadas, de las familias y de la sociedad, y es sancionada por la ley”, devela los ámbitos donde sus huellas son más profundas: el individual, familiar y social.

Si bien de manera general, la Ley de leyes, aun con olor a cascarón, amplía el reconocimiento de los derechos de la ciudadanía e incluye cuestiones importantes en lo referido a la violencia de género, la diversidad sexual…, le resulta imposible por su propia naturaleza reconocer y proteger a las víctimas de las múltiples expresiones de violencia que hoy existen dentro y fuera de las familias y otros escenarios.

De ahí que sea vital, y de prioridad para el Estado, elaborar nuevas disposiciones jurídicas y modificar otras, atemperadas a los postulados constitucionales.

Es por ello que, el nuevo Código de las Familias precisa proponerse marcar pautas novedosas, inclusivas y a tono con el contexto cubano actual, y con lo más relevante en materia de derecho familiar a nivel internacional.

Tanto su elaboración como posterior discusión para ser aprobado, tienen que mirar con lupa las múltiples realidades familiares, dinámicas, procesos y problemáticas de la Cuba actual, e n su mayoría develadas por investigaciones científicas que centran estrategias de trabajo de organizaciones e instituciones activas en la construcción de una sociedad más equitativa.

Además de las expresiones más debatidas como la violencia física, económica y psicológica, por ejemplo, dos preocupaciones relacionadas con el tema de los ejercicios de poder y que hoy mueven las agendas públicas de no escasos circuitos comprometidos con este tópico, son la corresponsabilidad de los cuidados en el contexto familiar y la edad del matrimonio.

Le competerá a un Código legítimo y protector pensar en esos temas y otros muchos que entretejen la diversidad de nuestra sociedad.

Pero, junto con las normas jurídicas, urge accionar con estrategias efectivas para renovar resortes sociales, culturales y educativos. Está demostrado, científicamente, que resulta posible prevenir y disminuir los efectos de la violencia intrafamiliar.

Los patrones que contribuyen a producir respuestas violentas pueden ser modificados, ya sea los dependientes de la actitud y el comportamiento o los relacionados con situaciones sociales, económicas, políticas y culturales más amplias. En ese sentido, como política de instituciones de salud, organizaciones de masas, medios de comunicación con su artillería para deconstruir discursos y hacer intervenciones comunitarias.

La protección estatal y la construcción de estilos de vida, resultado de una educación con perspectiva de género, capaz de transformar estereotipos y roles de la ideología patriarcal y sostenida en convivencias y relaciones de respeto y paz, precisan tomar definitivamente la palabra.

El reto es inmenso: asumir y enfrentar a la violencia intrafamiliar y de género como fenómenos sociales. Solo así otros Mario, Pedro y Soraya dejarán de ser víctimas y victimarios de sus propias ideas, conceptos y acciones.

Lisandra Gómez Guerra
Doctora en Ciencias de la Comunicación, corresponsal de Juventud Rebelde, periodista de la página cultural del semanario Escambray, profesora de la carrera de Comunicación Social, reportera y directora del noticiero Al día, de Radio Sancti Spíritus; y también investigadora y vicepresidenta de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en ese territorio.

 

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