Por: José Arreola
Publicado en: Historia de Cuba, Homenaje a Fidel
Entrada de Fidel a La Habana el 8 de enero de 1959
Un 8 de enero de 1959, La Habana recibía a un triunfante, cansado y sonriente guerrero nacido en Birán a quien se le conocía como El gigante. Para entonces, Fidel Castro Ruz había desafiado a la historia y a la muerte.
En varias ocasiones fue dado por muerto, bien muerto y, sin embargo, una y otra vez, reapareció vivo, bien vivo. Tras el asalto al cuartel Moncada, que él mismo dirigió el 26 de julio de 1953, tuvo que “tirar pa’l monte” junto a varios compañeros. Pretextando su búsqueda, el ejército de Fulgencio Batista dejó una estela de sangre; se rumoraba que el joven abogado de 27 años había sido asesinado. El 2 de diciembre de 1956, el Granma arribó a Cuba y a nivel internacional la noticia fue que “los jefes del movimiento 26 de julio quedaron tendidos bajo una lluvia de proyectiles. Entre los muertos se encuentra Fidel Castro, el principal director de la revolución”. En México, El Universal Gráfico presentó el siguiente encabezado: “Fidel Castro cumplió su promesa: murió por la causa. Consternación en la Isla de Cuba por la muerte del joven cabecilla rebelde, que estuvo refugiado en México, preparando el movimiento que se frustró ayer en la provincia de Santiago de Cuba”. En la Sierra Maestra la derrota del Ejército Rebelde pasó por verdadera en varias ocasiones, insistiendo en la caída final de quien, por méritos propios, era ya el Comandante en Jefe de la Revolución. En 2006, cuando Fidel abandonó formal pero provisionalmente sus funciones como jefe de Estado, las especulaciones acerca de su última respiración apenas se hicieron esperar. A la postre, aquellas falsas notas revelaron que, ante la vida de El gigante, tanta muerte ni siquiera supo hacerse poca.
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Como estudiante de la Universidad de La Habana, Fidel catalizó su participación política; profundizó sus saberes sobre José Martí y empezó a leer a Marx y Lenin. En la célebre entrevista realizada por Ignacio Ramonet, el revolucionario de sonrisa sarcástica y mirada pícara, como con tanto tino lo describió Néstor Kohan, señaló: “La literatura que más me gustaba de Marx, aparte del Manifiesto Comunista, eran Las guerras civiles en Francia, El 18 Brumario, la Crítica del programa de Gotha y otros análisis de carácter político. Me impresionaban su austeridad, su vida abnegada y el rigor de sus investigaciones”. En el periodo de prisión en Cuba, del 1 de agosto de 1953 al 15 de mayo de 1955, cuando las condiciones se lo permitieron dichas lecturas fueron más analíticas y las combinó con obras de Dostoievski, Jorge Amado, Turgueniev, Balzac y Freud, entre muchas más. Junto a otros moncadistas presos, el reo 3859 transformó la cárcel en un espacio de aprendizaje teórico. En noviembre de 1953 –haciendo un cruce reflexivo entre Los Miserables, de Víctor Hugo y El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Marx– anotó: “Poniendo estas dos obras una a lado de la otra, es como puede apreciarse una concepción científica, realista de la historia y una interpretación puramente romántica. Donde Hugo no ve más que un aventurero con suerte, Marx ve el resultado inevitable de las contradicciones sociales y la pugna de intereses prevalecientes en aquel instante. Para uno la historia es el azar. Para otro un proceso regido por leyes”. “Me han servido de mucho mis viajes por el campo de la filosofía. Después de haberme roto un buen poco la cabeza con Kant, el mismo Marx me parece más fácil que el padrenuestro”, escribió con buen humor el 4 de abril de 1954. Ante un amago de retenerle un par de libros, dirigió una carta a un mando carcelario anotando que la situación “me resulta realmente humillante y dura, porque interfiere algo muy íntimo en el hombre que es su deseo de saber”. Para el preso 3859, la cárcel se hizo trinchera de ideas en la que el encierro no terminaba por ser tal si, pese a todo, se podía resistir desde la militancia del pensamiento y la sed de ser en el saber.
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Un 16 de octubre de 1953, Fidel pronunció el discurso conocido luego con el nombre de La historia me absolverá. Lejos de ser el aventurero irracional, que hasta hoy día sus más conspicuos detractores tanto se empeñan en dibujar, se presentó como el abogado estudioso y conocedor de la historia de su pueblo, capaz de dar cátedra acerca de José Martí, de las gestas de Maceo, de Agramonte, de Carlos Manuel de Céspedes y del espíritu peleón de los mambises; conocedor de las ideas de Martínez Villena, Guiteras y Mella; estudioso a fondo de la vida política, económica y social de la Isla. Rescatando la historia negada de Cuba, Fidel transformó un juicio en su contra en la tribuna ideal para ser él quien juzgara a la tiranía de un país que, a decir de Roberto Fernández Retamar, fue “convertido por Estados Unidos primero en tierra militarmente ocupada, luego en un protectorado, y en una neocolonia, con la complicidad de serviles dirigentes locales entregados a la corrupción más desvergonzada”. Además de un alto contenido teórico –que bien merece estudiarse a fondo para entender por qué Cuba no renuncia a su camino– el discurso destaca también por la confección poética del decir. Fidel enjuició a la sociedad que se conmovía “ante la noticia del secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga la maldición de Dios”. El acusado que necesitó asumir su propia defensa habló con “sangre del corazón y entrañas de la verdad”, como representante de la “gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa”. Marc Angenot ha pensado el “discurso social” como un hecho social convertido luego en hecho histórico porque en él se vuelcan los sentimientos, los dolores y las aspiraciones colectivas de una época. Eso mismo fue lo que La historia me absolverá significó: examen de la historia, manifiesto de vida y proposición de futuro.
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Luis Báez escribió que en Fidel había “mística y hay pasión: es capaz de convencer porque es el primer convencido de su causa”. Jean Paul Sartre y Gabriel García Márquez coincidían en que los discursos de Fidel Castro eran, ante todo, pedagógicos. Existía en ellos una envolvente manera de hablar, una paciente explicación que convencía al más descreído de los mortales. Discursos con varias tonalidades, con bemoles y crescendos que, como anotó el Che, generaban “algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor. Fidel y la masa comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de victoria”. En los discursos puede rastrearse al Fidel más teórico, al Fidel más intelectualmente militante, capaz de traducir en términos llanos qué significaba el imperialismo para la cubanía, como cuando el 16 de abril de 1961 –en el sepelio de las víctimas de los bombardeos de un día anterior en San Antonio de los Baños y Santiago de Cuba, apenas un día antes de la invasión a Playa Girón– declaraba el carácter socialista de la Revolución: “Compañeros obreros y campesinos, esta es la Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes. Y por esta Revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, estamos dispuestos a dar la vida”. En sus intervenciones, lanzaba definiciones que provocaban explosiones reflexivas, como cuando el 1 de mayo del 2000 dijo “Revolución es sentido del momento histórico; es cambiar todo lo que debe ser cambiado; es igualdad y libertad plenas; es ser tratado y tratar a los demás como seres humanos; es emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; es desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional; es defender valores en los que se cree al precio de cualquier sacrificio; es modestia, desinterés, altruismo, solidaridad y heroísmo; es luchar con audacia, inteligencia y realismo; es no mentir jamás ni violar principios éticos; es convicción profunda de que no existe fuerza en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las ideas”. Desde sus discursos, Fidel era el crítico más antidogmático, severo, audaz y mordaz del proceso revolucionario, como cuando el 17 de noviembre de 2005 señaló que uno de los errores más importantes cometidos por la dirección revolucionaria era “creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo […] Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse”. Fidel fluía en la palabra dicha e influía con la dicha de la palabra, por eso su decir sigue diciendo.
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Antonio Gramsci, inquebrantable pensador del futuro desde la convicción, la necedad y la ética, decía que en la vida política “la actividad de la imaginación debe estar iluminada por una fuerza moral: la simpatía humana” y que “Un hombre político es grande en la medida de su poder de predicción”. El gigante de Birán algo de ello sabía. No por nada, el Che veía en él a “un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran las que encaraba y resolvía. Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese hacia Cuba, iba a llegar. Que una vez llegado, iba a pelear. Y que peleando, iba a ganar”. Fidel supo combinar imaginación y capacidad de diálogo con la historia para adelantarse con ella; así construyó posibilidades y realidades. No era hechicero, pero algo de buena magia había en quien desde hace poco más de tres décadas advertía sobre la necesidad de enfrentar el cambio climático de forma solidaria y humanitaria. Hoy el tema es ineludible: quizá no sea demasiado tarde para volver al mejor hijo de Martí y escucharlo de veras.
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Dicen que lo que no se puede no se puede y, además, es imposible…pero Cuba no entiende de imposibles. Nadie creía en el nacer de una Revolución tan genuina apenas a unos pasos de Estados Unidos, ni que un país considerado como su garito sería libre en serio; ni que ese pequeño territorio resistiría el bloqueo económico más largo y brutal de la historia sin renunciar a sus sagradas conquistas sociales; ni que la Isla soportaría el periodo especial casi en absoluta soledad; ni que ese pedacito de tierra se convertiría en la patria más universal de la humanidad a través del concurso de sus modestos esfuerzos allí donde se necesitan; ni que lo imposible fuese el pan de cada día para que ese país chiquito de enorme y digna existencia siga siendo, aunque críticos y agoreros le exijan olvidar por qué el imperio busca someterlo. Fidel, a quien Eduardo Galeano llamó el “caballero que siempre se batió por los perdedores”, fue el principal responsable de tan porfiada manera de existir. De esas responsabilidades, ¿quién podría avergonzarse?
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Al despedirse de Fidel, el Che apuntó que “Pocas veces brilló más alto un estadista” como en “los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe”. No le faltaba razón, aunque ya desde los días bravos de Playa Girón Fidel había demostrado su capacidad de estadista. Lo hizo también en 1970, cuando debido al fracaso de la zafra de los 10 millones “en un acto de incalculable amor/ dijo a un millón de pueblo la culpa es mía”, como escribiera Mario Benedetti. Sin embargo, la estatura de Fidel se volvió insuperable el 5 de agosto de 1994 entre las protestas del “Maleconazo”. En aquel momento, enfrentó las manifestaciones como cuando plantaba cara a los ciclones; sin importar los ánimos encendidos, escuchó y dialogó. Y dialogando como uno más entre los más, la manifestación terminó en una lección de lo que la democracia puede ser. La escena es impensable en casi cualquier parte del mundo, pero bien harían en intentarla aquellos mandamases de todas latitudes que, todavía hoy, mucho se desviven en criticarlo. El resultado ni ellos mismos quisieran saberlo.
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Néstor Kohan tiene razón. Desde la propia izquierda, en Nuestra América y en el mundo, a veces se olvida cuán importante es y ha sido la Revolución cubana. Sin ella, el boom no habría sido lo que fue, ni tampoco la teoría de la dependencia, ni la pedagogía del oprimido, ni un cúmulo de discusiones vitales de tan necesarias. Néstor Kohan tiene razón. Los procesos que resisten al imperialismo tienen falencias, varias. Venezuela y la Revolución cubana no son –ojalá– la excepción, pero “frente a la asfixiante, ininterrumpida y creciente agresividad del imperialismo”, ya en su forma más dura o en la más “sonriente” es bueno no perder la brújula. Fidel lo sabía. A él hay que volver. Su longevidad física resultó importante, pero mucho más lo es su longevidad ideológica. Frente al imperialismo, llegan con Fidel los versos de Silvio Rodríguez cuando canta “Mi compromiso es sencillo/ sólo hay dos formas de estar/ o bien cogiendo el martillo/ o bien dejándose dar”.
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El 1 de agosto de 2021, tras ganar su cuarta medalla de oro olímpica en lucha grecorromana, un triunfante, cansado y sonriente guerrero llamado Mijaín López, conocido como El gigante de la lucha, deseaba “agradecer y dedicar este resultado a nuestro Comandante en Jefe invicto, quien fue quien llevó por primera vez el deporte en Cuba”. En la guerra contra la injusticia y la indignidad Fidel Castro Ruz, El gigante de Birán, continúa invicto. En su decir, Mijaíl sigue diciendo.
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