por;Jose Aurelio Paz
Disertación ofrecida en el Festival de la Prensa Escrita 2006. Palacio de las Convenciones, La Habana.
Si no comienzo contándoles algo no me van a creer. Y lo peor es que se van a aburrir. ¿O acaso no me han invitado a hablarles en este taller de cómo contar una historia?
Nací en una casa mágica. Tan pronto teníamos un televisor o un tocadiscos como mismo, al amanecer, habían desaparecido como por arte de Birlibirloque. Mi padre no era un mago, sino un magnífico gastronómico y mejor jugador de póquer. Las mañanas que él mismo se desaparecía mi mamá me tomaba de la mano y ya sabía yo, con mis diez años, que íbamos al Vivac a interesarnos por él.
Hasta ese momento nunca había visto un televisor. Como niño pobre nacido en los ’50, solo recordaba la caja de zapatos recortada por mi madre, cuando tuve las paperas, a la que le pegaba, tras la tela, figurillas recortadas de papel que animaba, como sombras chinescas, con la luz de una vela.
De manera que el día que llegó aquel cajón mágico, gracias a un golpe de suerte de los juegos de azar, mi familia tomó rasgo de nobleza en el barrio. La hora de la telenovela de Palmolive convertía la sala en un estadio. Y la tanda de los muñequitos casi en un circo.
Mi madre, aunque tenía que limpiar la casa hasta tres veces al día, prefería compartir con la mayoría del vecindario sin televisor los destellos de aquel artefacto que comenzó a ser, para mí, como la maestra del Kindergarten, lo que hoy es el preescolar.
Una tarde en que mis padres recibían una visita y no se podía ver “los muñe”, decidí probar lo que había aprendido de aquella “maestra” de patas finas y voz escandalosa. Tomé una mesa y, sobre ella, puse otra mesita. Y sobre la mesita una silla. Y, sobre la silla, yo, solemne, con un paraguas desplegado bajo el alto varal del techo de mi casa. “Si Micky, el ratón, lograba lanzarse de altos edificios convirtiendo su sombrilla en paracaídas, por qué yo no.
La historia terminó en la Casa de Socorros de la localidad. Caí desparramado. Mis huesos sonaron como castañuelas. Y a un grito mío corrió hasta la visita. La placas no arrojaron fracturas, mas, desde entonces, mi rodilla izquierda me recuerda esta historia, de hace cuarenta y tantos años atrás, el día en que comencé a desconfiar, para toda la vida, de aquella caja mágica que pretendió ser mi maestra.
Me han pedido que dé una lección de cómo contar una historia en Periodismo. Tamaña barbaridad. Las lecciones son asignaturas y el verdadero periodismo se lleva en el corazón. Nadie enseña lo que nos pertenece por tradición, por generación espontánea de la literatura oral, aunque penosamente, en nuestro país, se haya casi perdido ese momento mágico en que, a punto de acostarnos, nuestros padres nos llenaban el mosquitero de maléficos dragones y princesas salvadas por valerosos mancebos que, no sé por qué, o sí sé, siempre eran rubios y de ojos azules. Ahora es el Play Station, o el video de Disney, el que hace de abuelita.
“Pienso que el periodista es un ser humano como otro cualquiera, cocido a base de historias contradictorias, de experiencias similares a las de cualquier mortal”, JOPA.
Y las primeras preguntas que quiero hacerles, para inquietarlos son: ¿Es que acaso el Periodismo tiene que, al final, sucumbir al placer de la fábula en cierta prostitución cómplice con la literatura?
¿Es que también estamos viviendo el temor que mantuvo en vilo a José Arcadio Buendía y a Úrsula Iguarán durante generaciones, cuando se unieron en matrimonio teniendo vínculos consanguíneos, hasta que a la familia le nació un hijo con cola de cerdo?
Lo primero que quiero decir es la perogrullada de que no hay Periodismo sin historia, aunque a veces nos parezca que a nuestra prensa le falta, precisamente, ese cromosoma; el de contar algo que interese, lejos de toda intención de propaganda política, en que muchas veces se difumina nuestro ejercicio del oficio, como retablo sonoro de la idea que queremos comunicar.
De manera que obviamos casi siempre un elemento clave de la literatura, pero que puede servir de mucho al Periodismo; la hipérbole como figura literaria, que destierre la línea recta del aburrimiento, por ser camino conocido, y se vaya por los trillos de contar algo hermoso, impactante, que nos haga creer una historia, quizás exagerada en su apariencia, pero viva, tejida en su esencia a puro hilo de sentimiento y humanidad.
¿Acaso nuestra Isla no es ese Macondo navegable y navegado donde muchas veces no se puede distinguir entre realidad e irrealidad, donde una visión desproporcionada de nosotros mismos ha estado signada por la condición de fortaleza sitiada en que hemos vivido, lo cual casi nos ha convertido en un territorio mágico, como el espacio ficcional de García Márquez? Aquí cualquier cosa puede suceder. Aquí lo maravilloso convive con lo cotidiano y, muchas veces, lo cotidiano le destierra. Un lenguaje evocador y preciso nos sofoca, nos hace emplear palabras laudatorias para expresar una idea que, en la mayoría de los casos, vale por sí misma.
No es cuestión de colocarnos a la par de la “industria periodística del siglo XXI”, globalizante y globalizada, en la cual las historias se atornillan a pura rosca para defender las mentiras de los poderes hegemónicos.
Si no ser como la estirpe de los griots, aquellos ancianos venerables que contaban las mágicas aventuras de Las mil y una noches en los zocos marroquíes, convirtiendo algo real en mágico por el toque de encanto con que se narraban las increíbles historias de princesas y palacios.
Hecho este preámbulo, vayamos a lo que se supone debe ser mi fórmula para ustedes, la cual, aclaro, no parte de ninguna otra aula que no sea la experiencia de luchar, cada mañana, contra lo que yo llamo oficio del marrano, esa pretensión de hacer Periodismo y que muchas veces se nos queda en el acto mismo de ensuciar la hoja de papel.
Primero
Una historia cualquiera, por muy bien contada que esté, no agarra al lector por el cuello si carece de un título sugerente, a veces poético, a veces tramposo, en el mejor sentido del término, que se erija como preámbulo de la fiesta de lectura que debe anunciar. Cierto es que, signados en ocasiones por la premura del cierre y otras por el facilismo o los esquemas, tomamos al vuelo cualquier frase, y se la ponemos de sombrero, sin establecer una seria relación que nos resuma oficio e imaginación.
Sin duda, un periodista no es solo alguien que traslada un pedazo de realidad al papel, al sonido o a la imagen. Tiene que ser también un creador, un artista en el arte de saber engarzar las palabras para que encanten; es decir, para comunicar algo.
De modo que un buen título ha de ser premisa de una buena historia contada con creatividad.
Segundo
Si la historia tiene conexiones con el ser humano que la cuenta será doblemente impactante y, por ende, creíble. No es lo mismo hablar de una guerra desde detrás de un teléfono o una pantalla de televisión, que desde el propio escenario de los hechos.
¿Por qué, entonces, ese temor a partir de lo más cercano que tenemos, como experiencia personal, y que muchas veces desperdiciamos? ¿Ese yo que, finalmente, se convierte en un nosotros mejorado? Un periodista de verdad tiene que aprender a hacer, como el actor, un desnudo público. Solo que si el primero es corporal, este es un strip-tease del espíritu en busca de una empatía, no solo visual sino, además, comunicativa de esencias.
Uno de los males distintivos del periodismo del siglo XX, según señala el brasilero, Máster en Comunicación Social, José Marques de Melo, fue el menosprecio atribuido al protagonismo de los individuos en la construcción de la Historia. Debido a que “Las metodologías hegemónicas privilegiaron el papel sociopolítico de las estructuras, de las instituciones o de las masas. Como si estas no fuesen accionadas por personalidades dotadas de carisma o fuerza persuasiva. Correspondió siempre a tales liderazgos impulsar revoluciones o conducir procesos de cambios radicales” (De biógrafos a biografiados: periodistas en la historia. José Marques de Melo, Internet).
Y señala que el círculo vicioso fue roto parcialmente por la acción de intrépidos periodistas que construyeron, a la hora de biografiar personalidades, emocionantes historias de individuos que, al final, dejaron una visión de la sociedad misma donde se desarrollaron estos.
Filón que, rápidamente, fuera aprovechado por los historiadores en círculos académicos, para reconstruir el tiempo histórico de una manera menos almidonada, más desinhibida y más asequible a las grandes masas de lectores.
Está el caso de Joao do Rio, el llamado “reportero maldito”, quien enfrentó a las élites nacionales de principios del siglo XX al introducir la cotidianidad de las clases populares en reportajes brillantemente publicados en la prensa de la época. O de Euclides da Cunha, quien fue el primero en revelar, en su obra Los Sertones, no solo las atrocidades cometidas por quienes se suponían grandes héroes de guerra, sino también la verdadera realidad del interior brasileño, sumido en la miseria y el atraso.
Pienso que el periodista es un ser humano como otro cualquiera, cocido a base de historias contradictorias, de experiencias similares a las de cualquier mortal. Luego entonces, en tanto soy capaz de descubrirme a los demás, con mis imperfecciones y mis entuertos, la gente comienza a creer en mí más allá de supuestas cofradías libres de yerros.
De manera que la conexión sicológica entre el que cuenta la historia y el que la recibe tiene que darse en un contexto de identificación o de rechazo del problema, que termine en una especie de exorcismo espiritual y humano que nos mejore.
Tercero
Lo que yo denominaría como la dramaturgia de la palabra. Eso a lo que tanto le tememos, a veces por facilismo y otras por incapacidad, y que no podemos obviar si de narrar de modo subyugante se trata. El periodista que cuenta tiene que leer varias veces, en voz alta, para escucharse a sí mismo en la cadencia de las frases, los puntos y las comas. En decidir si primero va el adjetivo y luego el vocablo o viceversa, en la búsqueda de una sonoridad que apunte a un estilo.
Es como esa pieza musical que está escrita en un mismo pentagrama, pero que, luego, cada artista la toca a su manera, según su aire y esa sensibilidad propia que le distingue de las demás interpretaciones.
Comenta el narrador y dramaturgo argentino Abelardo Castillo que no es lo mismo decir “ahí está la ventana” que “la ventana está ahí”. En el primer caso se prestigia el espacio, en el otro se privilegia el objeto. De modo que en toda sintaxis hay una interpretación del mundo donde se produce la historia.
En mi opinión, la primera frase es definitoria a la hora de atrapar la atención del lector. Creo que todo el mundo que haya leído Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, está apto para recitar, casi de memoria, la frase con que inaugura su novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Nótese que aquí el hielo, a partir de la sintaxis, acoge la connotación de paisaje, de lo inaudito, de lo fantástico, de lo nunca visto.
Y, para ello, han de tenerse presente los elementos que el propio Nobel de Literatura señalara en una charla a los alumnos de la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, como elementos fundamentales a la hora de contar una historia:
—Sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el cazador que descubre de pronto, en la mirilla de su fusil, el instante preciso en que salta la liebre. Es decir, escribir la imagen de lo que se quiere contar en el momento exacto en que se visualiza. Y eso habla un poco de la inspiración inherente a todo acto creativo y, por ende, al periodismo también.
—Anotar hasta los disparates que se nos ocurran y tenerles en cuenta porque, a veces, con un simple giro lingüístico, dan paso a soluciones muy imaginativas de problemas que laten en la sociedad. Aquí el Gabo habla de agilidad en las acciones y de creer que todo puede sernos útil, siempre que pase por el tamiz del talento.
—Continuar alimentando la manía de contar, que todos padecemos en mayor o menor grado.
Y aquí, finalmente, quiero detenerme. En la vida cotidiana, personal de cada uno de nosotros, somos unos tremendos cuentistas sin llegar, en algunos casos, a vivir del cuento. El cubano puede levantarse sin café o hacerse un acordeón mal oliente en un “camello” hacia el trabajo, pero Pepito, esa especie de conciencia ciudadana entre el choteo y su base de realidad, no puede faltarnos. Podemos afirmar que somos dados a las historias contadas, de boca en boca, por raíz.
Entonces, ¿por qué privar a nuestro periodismo de ese bendito encantamiento que viene con lo cotidiano? ¿Por qué construir desde la prensa una realidad de cartón que, en ocasiones, se derrumba ante otra, compleja, diversa, contradictoria y rica en matices?
No son estas palabras un llamado a fabricar mentiras por la mentira misma de ser leídos con interés. El asunto es medular. Es cuestión de hacer más potable nuestra rica realidad a partir de esos destellos, casi ininteligibles, que solo el corazón puede transformar en luz para mover los resortes de la vida toda.
La prensa no está para edulcorar o travestir esa realidad. La credibilidad no está en el canto laudatorio o en la crítica de abordaje piratesco, sino en ser nosotros mismos, como misma es nuestra nación; compleja y unida sin llegar a tocar las falsas trompetas de lo unánime que, al final, anuncian un cielo sin asidero al paisaje.
José Aurelio fue distinguido múltiples veces. La mayor: el Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida.
La Patria está en nosotros. El compromiso también, de modo que no es necesario estar acentuándolo constantemente en una prensa a veces cargante, a veces aburrida, que no hurga, como debiera ser, en el diapasón sonoro de la sinfonía que somos y que fuera anunciada, mucho antes, por el propio Don Fernando Ortiz cuando nos comparó con el oloroso plato, casi prohibitivo ahora, por el precio de las viandas, en los mercados agropecuarios.
No le temamos al nacimiento de la cola de cerdo. En definitiva, seremos nosotros mismos, sin perder nuestra esencia, con algo diferente, en la búsqueda de un oficio más ameno, más profundo, más comprometido, más martiano, como nos enseñó, sin quererlo ni pretenderlo, el Apóstol de Cuba.
Antes de escribir siquiera la primera línea y pretender hacer periodismo, pensemos en lo que Pablo Milanés dijo, magistralmente, desde una de sus antológicas canciones: “Muchas veces te dije que antes de hacerlo/ había que pensarlo muy bien/ que a esta unión de nosotros/ le hacía falta carne y deseos también”.
Foto de portada: Para José Aurelio Paz la credibilidad no está en el canto laudatorio o en la crítica de abordaje piratesco, sino en ser nosotros mismos, como misma es nuestra nación.
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Jose Aurelio Paz
Jose Aurelio Paz
Lic. José Aurelio Paz Jiménez (JOPA) (1951-2021). Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra de la vida. Distinguido con el Juan Gualberto Gómez, el Enrique Núñez Rodríguez, el de Periodismo cultural José Antonio de Castro, la distinción Espejo de Paciencia y multipremiado en los concursos 26 de Julio de la UPEC. Periodista del Invasor. Hijo Ilustre de la ciudad de Ciego de Ávila.
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