por; Pedro Santander Molina
Después de cada campaña electoral se hace cada vez más evidente la importancia que tienen las redes sociales como canales de información, de conexión e incluso de movilización para millones de personas.
Si hasta hace poco la televisión era el dispositivo clave para la comunicación política, el que permitía conectar con amplias audiencias y captar su atención, hoy se suman a ella las redes sociales. Y he ahí la palabra clave: “atención”. Efectivamente, asistimos a diario a una verdadera batalla por capturar la atención de millones, por lograr que su mirada se dirija la mayor cantidad de horas posibles hacia una pantalla -generalmente ubicada en la palma de nuestras manos- donde un bombardeo incesante de mensajes, publicidad y diversos relatos en variedad de formatos operan como anzuelos para mantenerlos interesados. Y nada mejor que las redes sociales para eso.
Efectivamente, plataformas como Facebook, Instagram, Twitter, TikTok, Youtube o WeChat son usadas de manera regular por más de 4.700 millones de personas. Más de la mitad de la humanidad pasa tal cantidad de horas diarias concentradas en ellas, que ya no es posible sostener categóricamente una distinción entre el mundo virtual y el no virtual.
En ese marco, se ha desarrollado mundialmente toda una economía de la atención que implementa las más variadas estrategias para la captar la “atención digital” de los usuarios, y que entiende que en un contexto de sobreabundancia informativa, ésta es una variable crucial.
Esa irrupción de las plataformas y el masivo uso que se hace globalmente de ellas ha alterado también las dinámicas del campo político. Y uno de los primeros en hacer un empleo estratégico de alto impacto de las herramientas digitales y el big data en una campaña fue el expresidente estadounidense Barack Obama en 2008. Se trató de la primera vez que la televisión fue desplazada por plataformas digitales para conectar con los votantes. Desde entonces universidades, centros de investigación, partidos y movimientos políticos comenzaron a explorar el modo en que las redes sociales inciden en el debate público.
A partir de ese momento, también es común escuchar advertencias acerca del riesgo que para la democracia tienen algunos fenómenos propios de esta realidad digital. Públicamente se ha denunciado el negativo rol que pueden jugar los bots, las cuentas falsas, la violencia digital o las fake news en campañas.
Recientemente en Chile, en el marco del plebiscito constitucional, el debate en torno a esos temas fue intenso y se denunció, entre otros, el uso sistemático de fake news de parte de la derecha. El diario digital El Desconcierto, por ejemplo, recopiló y detectó que al menos 32 personas de derecha difundieron sistemáticamente fake news mediante varias plataformas sobre la nueva propuesta de Constitución. A eso se sumaron iniciativas de la sociedad civil como Bot Check Chile (@BorCheckerCL) que intentaron detectar de modo automatizado el uso de bots en la campaña.
El sitio Contexto Factual (https://plataformacontexto.cl) operó como un sitio de chequeo de información ante tanto bulo digital. Nuestro propio equipo (Deep-PUCV) desarrolló un modelo de clasificación de discurso de odio contra la Convención Constitucional –conocido como El Odiómetro- que proporcionaba en línea y en tiempo real datos acerca de los niveles de violencia digital contra este organismo encargado de redactar la nueva propuesta constitucional.
Hay, sin embargo, otra arista que también es propia de la interacción entre redes sociales y usuarios de la que se ha hablado poco en Chile y que, a mi parecer, es la que implica el mayor peligro para salud democrática de un país. Me refiero a la psicometría digital y la consiguiente hipersegmentación que esta posibilita para hacer campañas personalizadas, dirigidas a usuarios de manera no pública. Esto ocurre cuando, gracias a la Inteligencia Artificial y el Big Data, la economía de la atención se encuentra con la economía del dato.
Todos hemos escuchado hablar acerca del escándalo de Cambridge Analytica y el rol que esta empresa jugó en la campaña del Brexit (2016). Fue también la primera vez que se comenzó a hablar públicamente de psicometría digital y redes sociales, en este caso, de Facebook. A partir de ahí hemos ido tomando conciencia acerca de cómo la recopilación de datos personales puede ser convertida, mediante procesamiento algorítmico, en perfiles personalizados de cada uno de nosotros que dan cuenta de nuestras características psíquicas (gustos, hábitos, costumbres, valores, estilo de vida, etc.) y que permiten que seamos perfilados de un modo que nos desnuda psíquicamente ante quienes tienen esa capacidad de almacenamiento y procesamiento. ¿Cómo obtuvieron datos tan íntimos nuestros que permiten que seamos psicometrizados tan precisamente?
La respuesta es tragicómica. Nosotros mismos nos desnudamos ante las grandes compañías con cada like o dislike, con cada “me enfada”, con cada emoticon o, lo ya que es el summun para los recopiladores de datos, con cada encuesta que respondemos en Facebook, Instagram, Twitter, etc., por muy cándida y apolítica que esta parezca.
Eso explica, por ejemplo, que durante la última campaña de Donald Trump el más exitoso de sus miles de anuncios en Facebook fuera, por lejos, el que parecía el más aburrido: “Por favor, participa en la encuesta sobre el índice de aprobación oficial antes de las 23.59 de esta noche para que tu voto cuente”, es todo lo que decía. Sin embargo, esta aburrida encuesta, diseñada para recopilar direcciones de correo electrónico -y por lo tanto, para lograr la posibilidad de establecer comunicación directa con los usuarios- recibió casi 50 millones de impresiones. No extraña entonces que su campaña gastara el 16 por ciento de los 20 millones de dólares invertidos en Facebook, en hacer encuestas, y casi otro 6 por ciento de ese dinero en “participar en un concurso on line”.
Así se recopila información tan precisa que permite crear campañas extremadamente personalizadas de promoción de contenidos y generar una evolución de la predictividad algorítmica cada vez mayor. Ya el 2016 el equipo de Trump, durante el tercer debate televisivo con Hillary Clinton, tomó uno de los argumentos planteados en televisión y, mediante el uso de algoritmos, logró crear 175.000 versiones distintas de ese mensaje, las que fueron enviados masiva y, a la vez, hipersegmentadamente, a cada usuario.
Hipersegmentación: tan precisa como opaca
La cuestión de la segmentación de públicos no es nueva; los medios masivos de comunicación siempre han sido usados por los avisadores para llegar a través de ellos a amplias audiencias, eso ocurrió durante todo el siglo 20. Sin embargo, se trataba fundamentalmente de una macrosegmentación; es decir, una que definía al público objetivo de acuerdo a variables de amplio o de mediano alcance, por ejemplo, “mujer, dueña de casa, mayor de 50 años, segmento D”, o “jóvenes menores de 29 años, urbanos, deportistas, segmento C2”. En cambio, la hipersegmentación, gracias a las ya mencionadas capacidades de procesamiento de dato digital, trabaja de un modo mucho más fino, empleando variables mucho más precisas. A su vez -y esta es una segunda diferencia con los modos del siglo 20- los datos psicometrizados se procesan para elaborar algoritmos predictivos que saben anticipar gustos, hábitos y valores de millones de personas. En tercer lugar, se trata de una manera silenciosa de llegar con mensajes, avisos o campañas a los públicos. A diferencia de lo que ocurría antes, cuando podíamos conocer y monitorear ya sea el aviso en el diario, el spot radial o la publicidad televisiva, la microsegmentación es tan personalizada que solo la persona la conoce; de hecho, dos personas pueden habitar en la misma casa, y recibirán avisos distintos, de acuerdo a sus personalidades.
Psicometría, predictividad, personalización, opacidad….una mezcla peligrosa y difícil de auditar, debido a la trazabilidad apenas microscópica que deja su huella digital.
El uso de estas técnicas en Gran Bretaña demostró que la inteligencia algorítmica puesta al servicio de una campaña que apuesta por la nanosegmentación y contando con las bases de datos adecuadas (que las proporcionó Facebook en el caso del Brexit), tiene la capacidad de conocer al elector finamente y conectar, por ejemplo, con la “mayoría silenciosa”.
¿Será lo que ocurrió este año en Chile? Cuatro millones de nuevos votantes, desconocidos para la inteligencia electoral clásica, concurrieron a las urnas el 4 de septiembre debido al voto obligatorio, y se expresaron homogénea y contundentemente en una sola dirección: rechazaron la propuesta constitucional. Se mantuvieron silenciosos antes y también después de la victoria. Salvo en las comunas ricas de Santiago, no hubo celebraciones callejeras en casi ningún otro lado. En mi ciudad, Valparaíso, donde también ganó el Rechazo, esa noche fue tan silenciosa como la de cualquier domingo.
Hubo alertas tempranas que indicaban que algo nuevo estaba ocurriendo. Por un lado mucho ruido: fake news por montón, publicación de una encuesta tras otra de centros de estudios ligados a la derecha, titulares de diarios generando miedo al caos, huracán de columnistas defenestrando la nueva propuesta constitucional; y, por otro lado, marcación personal de usuarios en medio de una actividad digital silenciosa.
Otro indicio claro fue la inédita inversión publicitaria que partidarios del Rechazo hicieron en redes sociales. Tal como la ONG Derechos Digitales denunció, varias de las cuentas que más dinero invirtieron en propaganda política, todas en apoyo al Rechazo, no son parte del registro del Servicio Electoral (Servel) y, por tanto, en estricto rigor trasgredieron la normativa (https://www.derechosdigitales.org/19150/quien-esta-haciendo-campana-en-favor-del-apruebo-y-el-rechazo-en-redes-sociales/). También Ciper Chile detectó que una treintena de organizaciones no sometidas al control del Servel, que por lo mismo no están obligadas a declarar el origen de sus dineros, difundieron contenido a favor o en contra de la nueva Constitución en las primeras semanas del periodo legal de campaña, casi toda esa inversión, el 97,4 por ciento, corresponde a iniciativas que se oponían a la propuesta constitucional. Por mi parte, en más de una ocasión conversamos este tema con mis estudiantes de sexto semestre de la carrera de Periodismo en la PUCV (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso) y constatamos que más del 80 por ciento del curso había recibido avisaje de campaña, fundamentalmente vía Instagram y Youtube, llamando a votar por el Rechazo.
A eso se sumó una arista hasta ahora no empleada en Chile: los mensajes vía Whatsapp que llegaban a los celulares de ¿miles? ¿cientos de miles? ¿millones? de chilenos y chilenas. La Sociedad Nacional de Agricultura, por ejemplo, envió mensajes segmentados a los teléfonos móviles de pequeños agricultores llamando a rechazar la nueva Constitución. ¿A cuántos agricultores alcanzaron con esa campaña personalizada? ¿cómo consiguieron esa base de datos que cruzó ocupación, propiedad y número de teléfono? ¿quién se las pasó?
Son preguntas que aún no tienen respuestas, pero pueden tenerlas si el Gobierno decide impulsar una regulación y supervisión de este tipo de campañas. Aunque la experiencia nos muestra que, lamentablemente, los gobiernos progresistas reaccionan tarde o con poca fuerza, tanto porque regular esta dinámica implica tocar en serio intereses políticos y empresariales de la derecha, como porque se subestima su efecto, debido al silencio en que operan este tipo de campañas, tan sigilosas como efectivas.
Tomado de TeleSur
Imagen de portada: Actualidad RT
Pedro Santander Molina
Es Doctor en Lingüística y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Integra el movimiento Mueve América Latina.
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