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miércoles, 24 de febrero de 2021

24 de Febrero: contra imperios y viles


 Luis Toledo Sande   

Los Seminarios Juveniles de Estudios Martianos nacieron de la lealtad al extraordinario ser humano que honran, y merecen ser felicitados por la constancia y el entusiasmo con que han asumido su labor. Desde 1972 hasta hoy son cuarenta y cinco las convocatorias realizadas.

Tratándose de quien, como José Martí, plasmó su pensamiento en una obra de la mayor altura ética y artística, y refrendada con su vida, la lealtad a su legado exige respetar sus textos. Si la condición de presidente de honor del presente Seminario —con la que se le honra— le diera a quien ha escrito estos apuntes autoridad para hacerlo, les asignaría una tarea a quienes en el país integran el Movimiento Juvenil de Estudios Martianos, que desde hace años organiza los Seminarios. La tarea sería hacer un censo minucioso de las citas de Martí que hay por todas partes en el país, para detectar cuáles son auténticas y cuáles apócrifas, o están mal copiadas.

Debe hacerse sin ánimo burocrático y con sumo cuidado, buscando en cada caso las vías institucionales indicadas —que existen— para eliminar y corregir cuanto lo requiera. Con el ímpetu juvenil que se pondría en tensión, y con lo que Martí significa para la patria, no ha de haber obstáculo capaz de impedir que esa tarea dé los frutos necesarios.

Aunque no se puedan erradicar como las presentes en el entorno físico palpable, urge también estar atentos contra las falsificaciones que inundan internet. No reproduzcamos nada de cuya autenticidad no estemos seguros. Urge señalar las fuentes de lo que se difunda, algo que debe ser una norma general y adquiere implicaciones particulares para el legado martiano, dada su vital significación y su presencia en la lucha diaria de pensamiento a que estamos llamados.

Maneras hay de indicar las fuentes, de apuntarlas al menos, de acuerdo con el soporte empleado y el destino de lo que se publica. Foméntese una cultura del rigor que no se limite a los espacios académicos, en los cuales tampoco faltan tergiversaciones de todo tipo. En ello la derecha tiene un abultado expediente, pero no faltará alguna supuesta cita que no se sabe de dónde salió y se ha usado con lo que vale llamar “intenciones revolucionarias”.

Alterar textos nunca es plausible. Derivado de alter, equivalente latino de otro y otra, alterar significa convertir una persona o una cosa en otra. Pero hay casos en que las mudanzas resultan particularmente pesadas, aunque no sean dolosas, como el corazón “basto” —grosero— que Martí le atribuyó a Garibaldi, según una hermosa placa ubicada en una pared, por la calle Obispo, del Museo de la Ciudad de La Habana.

El original se halla en “Noticias de España”, crónica publicada en La Opinión Nacional, de Caracas, el 4 de octubre de 1881, en la que Martí dedicó el siguiente elogio al héroe italiano: “Un corazón existe en Europa, vasto y ardiente, en que hay lugar para todo dolor y goce humano, y hecho a todo acto heroico o sentimiento generoso. De una patria, como de una madre, nacen los hombres; la Libertad, patria humana, tuvo un hijo, y fue Garibaldi:—fue él”. Y en él vio el cubano un corazón vasto: inmenso, no grosero.

Más de una vez el autor de estos apuntes intercambió mensajes sobre el particular con el amigo Eusebio Leal, quien, guiado por su fértil voluntad de belleza, aspiraba a una enmienda perfecta de la placa. Para eso se requeriría un tallador experimentado, un escalpelino, como le gustaba a Eusebio decir. Pero en último caso sería preferible una reparación defectuosa, aunque hecha con esmero, antes que seguir propiciando que Martí cargue con el desaguisado, que, para agravar el mal, no es una errata sin sentido. No basta suponer que nadie se lo atribuirá al escritor inmenso: la placa se lo endosa en caracteres negros sobre la blancura pétrea del mármol.

Las adulteraciones textuales, cualquiera que sea su origen, son reprochables. Al tema, en lo que respecta a textos de Martí, el autor de estas notas le ha dedicado varios artículos. El más reciente, “José Martí: citas dudosas, falseadas o apócrifas”, que sigue localizable en Cubaperiodistas, finaliza con una “Nota bibliográfica” donde aparecen enlaces de otros textos suyos que abundan en ejemplos de citas espurias.

Frustrados en su inútil, patético afán de devaluar el pensamiento de Martí y librarse de la condena que hallan en él, sus enemigos de hoy, como los de antaño, quisieran que hubiese carecido de la verticalidad crítica y la capacidad de discernimiento que tuvo a lo largo de su vida. Por eso se dan a tergiversarlo, y a descontextualizarlo, como hacen con su deseo de fundar una Cuba con todos, y para el bien de todos, que él expresó en su conocido discurso del 26 de noviembre de 1891.

Si junto a esa voluntad el orador sostuvo claramente en ese texto una convicción, fue que el todos de su ideal no era tan abarcador como él habría querido. Entre quienes le temían a las vicisitudes de la guerra y al cubano “negro”, y aquellos a quienes —en lenguaje nada blando— llamó olimpos de pisapapel, lindoros y alzacolas, eran muchos los individuos, las fuerzas sociales, que se autoexcluían del proyecto revolucionario.

Para eclipsar esa verdad algunos han usado la redondilla inicial de una carta en versos de Martí a Néstor Ponce de León, fechada 21 de octubre de 1889. En respuesta a alguien que le atribuyó haber exclamado “¡Los anexionistas viles!”, Martí declara: “Miente como un zascandil/ El que diga que me oyó,/ Por no pensar como yo/ Llamar a un cubano, ‘vil’”. Pero en la misma carta evidenció que, si no le gustaba usar ese vocablo, y otros similares, contra quien meramente pensara distinto de él, no los escatimaba contra enemigos de valores como la justicia y la patria.

Aún adolescente pagó cárcel y trabajo forzado, y la condena se la impuso un proceso basado principalmente en la carta, de 1869, en que llamó apóstata a un excondiscípulo, cubano también, que se había enrolado como cadete en el ejército español. La carta dirigida a Ponce de León puede leerse como si Martí, al escribirla, recordara ese hecho, aunque otros casos comparables con aquel excondiscípulo conoció en su entorno. Basta recordar las tropas de Voluntarios que forzaron el fusilamiento de los estudiantes de Medicina el 27 de noviembre de 1871.

En la carta a Ponce de León las estrofas que siguen a la citada empiezan aludiendo al 10 de octubre de 1868: “Viles se puede llamar/ A los que al lucir el sol/ Del Diez, con el español/ Fueron, temblando, a formar.// Los que al hombro los fusiles,/ Negra el alma y blanco el traje,/ Ayudaron al ultraje/ De su patria —esos son viles.// Vil viene bien, y no menos,/ Al que por la paga vil,/ Mata el ánimo viril/ Entre los cubanos buenos”.

Se podría conjeturar en qué circunstancias y con qué intenciones —presumiblemente asociadas a intrigas y campañas de desunión— se le atribuyó a Martí la imprecación antianexionista citada. Pero vale más ver la última estrofa de la carta: “Si es uno el honor, los modos/ Varios se habrán de juntar:/ ¡Con todos se ha de fundar,/ Para el bienestar de todos!”, y recordar que no todos eran ni querrían ser parte de ese todos, en el que no cabía la vileza.

De él se alejaban, se autoexcluían, quienes ya se vio que merecieron que Martí los impugnara en el discurso de dos años más tarde, y también, o especialmente, los anexionistas y los autonomistas, vistos en conjunto y, sobre todo, en las cúpulas de esas opciones, aunque no ignorase que entre ellos podría haber seguidores confundidos. Miraba a lo hondo de la orientación y los intereses dominantes en esas tendencias antipatrióticas, y sabía que la realidad demandaba no abrazar ilusiones ni ingenuidades.

Ambas corrientes las condenó el día antes de morir en combate, en su carta póstuma a Manuel Mercado, porque aspiraban a tener “un amo, yanqui o español, que les mantenga, o les cree, en premio de su oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pujante,—la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.

Para tales celestinos tiene palabras aún más duras, si cabe, que la acusación de viles. Los califica como una “especie curial, sin cintura ni creación”. La elegancia y la jerarquía literaria de la expresión de desprecio, lejos de atenuarla, la hacen aún más contundente. Así enseña que la radicalidad revolucionaria no llama a dejarse arrastrar por la grosería y la bajeza.

Esa es otra lección que Martí legó al mundo, y en particular a su pueblo. Resulta válida en especial cuando la patria tiene contra ella, sirviendo al imperio que algunos quieren tener de amo que les pague y los promueva, personas a quienes se les puede aplicar, sin temor a cometer injusticia, lo que Martí llamó “la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón”.

Lo dijo en la crónica fechada 13 de noviembre de 1887, conocida como “Un drama terrible”, a propósito de los sucesos de Chicago, inscritos en los conflictos sociales que agitaban a los Estados Unidos. Las fuerzas allí dominantes no le temían al lumpen que puede haber crecido y últimamente ha resaltado entre los seguidores de Donald Trump, sino a “las tremendas capas nacientes”, los trabajadores que se levantaban reclamando justicia y hacían pensar en la necesidad de un mundo nuevo.

De ahí que en la poderosa nación el sistema en pleno se confabulase contra ellos, varios de los cuales fueron linchados. Pero si en Cuba hoy, y fuera de ella, hay cubanos y cubanas que representen la chusma y no son ya tan adoloridos, se lo deben a la obra revolucionaria que se propuso dignificar al pueblo.

No pasan inadvertidos el apoyo que, en su frenesí por ahogar a Cuba, el poder imperialista halla en integrantes de la peor marginalidad, ni el hecho de que algunos de ellos se proclaman plebe y acusan a los revolucionarios de ser una casta burguesa. Se distancian raigalmente del pueblo y de Martí, quien no reaccionó contra la chusma desde posiciones aristocráticas que no tuvo, sino desde un dignificador concepto del pueblo. En su conocida “Lectura en Steck Hall”, del 24 de enero de 1880, sostuvo que “el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.

Lo afirmó ante compatriotas reunidos en un auditorio neoyorquino, y al hacerlo tendría en mente el mundo, pero pensaba ante todo en su patria, de la que se hallaba lejos como desterrado, y donde la Revolución que desde el centenario de su nacimiento reconoció en él su autor intelectual y el fundamento moral de su acción armada, tiene y ha de seguir teniendo en el centro de su misión emancipadora librar de dolores al pueblo.

En contraste, todo lo ilegal e inmoral que el gobierno de los Estados Unidos urde y acomete para impedir que el proyecto revolucionario realice plenamente ese ideal, cuenta con la complicidad de hijos e hijas de Cuba que habrían merecido que Martí los llamara celestinos, apóstatas y viles.

Se ha reconocido el peso que la Primera Guerra Mundial (1914-1918) tuvo como inicio de una nueva era. Pero ese fue un capítulo sobresaliente en las contiendas de rapiña imperialista que empezaron en 1898 en Cuba, con la intervención que puso a los Estados Unidos en camino hacia la hegemonía planetaria que buscaban desde antes. Para eso la pujante nación dio pasos como el Congreso Internacional de 1889-1890 y la Conferencia Monetaria de 1891, ambos en Washington.

La vigilia y la acción contra ambos foros afianzaron en Martí la comprensión de que la independencia cubana tendría un papel vital frente a los planes expansionistas de la potencia en crecimiento. Lo guiaba la convicción que plasmó en varios textos: quien se alzara en Cuba lo hacía por la humanidad toda y para todos los tiempos. En su citada carta póstuma definió rotundamente lo que él asumía como su deber: “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.

En el programa político de Martí impedir esa catástrofe significaba asegurar fines que él defendió públicamente, en textos como “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”, aparecido en Patria el 14 de abril de 1894, y el “Manifiesto de Montecristi”, fechado el 25 de marzo de 1895, cuando se hallaba en tierras dominicanas en su periplo hacia la guerra. Ese mismo día escribió la conocida carta al dominicano Federico Henríquez y Carvajal, en la que resumió su visión sobre tan crucial tema: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”.

Con esa claridad entendía el significado de la independencia de Cuba, a la cual se consagraba. Sin asomo de soberbia ni de vanidad le dijo al amigo dominicano: “Yo alzaré el mundo”. Era la conciencia del fundador de un proyecto revolucionario que, llamado a liquidar la presencia del viejo imperio español en América, inauguraba la era de la resistencia de los pueblos contra el naciente imperialismo estadounidense.

En la más abarcadora de sus crónicas sobre el mencionado Congreso Internacional de Washington —fechada 2 de noviembre de 1889 y publicada en dos partes en La Nación, de Buenos Aires—, sentenció que había “llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia”: la que necesitaba lograr contra el “sistema de colonización” que los Estados Unidos se disponían a ensayar en los países de la región ya independientes. En Cuba lo ensayaron tras la intervención con que le arrebataron la independencia y les sirvió para hacer de Puerto Rico una colonia a la vieja usanza.

Preparada por Martí al frente del Partido Revolucionario Cubano, fundado en la emigración y con vías de conexión interna en Cuba, la contienda iniciada el 24 de febrero no estalló a la manera de los levantamientos independentistas anteriores, identificados con gritos como el de Dolores, el de Lares, el del ingenio Demajagua. La vigilancia estadounidense, que en enero de 1895 se hizo notar en el puerto floridano de Fernandina, frustró el factor sorpresa que Martí procuró para mayor efectividad de la gesta, pero el día señalado se alzaron combatientes en numerosas localidades cubanas.

Era necesario hacerlo así para que España, entonces con solo dos colonias en América, no pudiera concentrar su ejército en un solo frente, y —como apuntó Martí en “‘¡Vengo a darte patria!’ Puerto Rico y Cuba”, artículo aparecido en Patria el 14 de marzo de 1893— para que la guerra fuese “breve y directa como el rayo”. Ese afán se explica especialmente porque era vital no dar tiempo a la intervención de los Estados Unidos.

De la grandeza del plan de Martí, de su valor para la humanidad, da clara idea lo que su frustración —temporal al menos, y provocada, en lo determinante, por la fuerza del imperialismo en desarrollo, sin descontar la tragedia que significó la prematura muerte del héroe fundador— sigue representando para nuestra América toda, en la que Puerto Rico es un ejemplo doloroso y ostensible, y para el mundo en general.

El desequilibrio planetario, perseguido y capitalizado por los Estados Unidos, fortaleció materialmente a esa nación, y creó las bases para que su honor dudoso y lastimado llegara a los niveles de política internacional genocida y saqueadora y de descomposición interna que crecen a la vista de quienes quieren ver.

En esa realidad el legado martiano seguirá aportando luz en una confrontación que no cesa. La gran mayoría patriótica y revolucionaria del pueblo cubano se mantiene y se mantendrá firme contra las fuerzas imperialistas, que persisten en su afán de dominar a Cuba, imponerle sus designios. En ello cuenta con apátridas viles que exhiben una catadura cada vez más palmariamente abyecta, como el imperio al cual prestan servicio.

En el mismo discurso donde concentró su aspiración de fundar una república con todos, y para el bien de todos, Martí señaló, entre los peligros que Cuba debía conjurar para salvarse, el de “la mano de la colonia que no dejará a su hora de venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república”. Frente a eso exclamó: “¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural! A todo el que venga a pedir poder, cubanos, hay que decirle a la luz, donde se vea la mano bien: ¿mano o guante?”

Ese discurso originó el debate —del cual salió más reconocida la estatura política y moral de Martí— en torno al libro A pie y descalzo, de Ramón Roa. A ello dedicó el autor de los presentes apuntes el estudio “‘A pie, y llegaremos’. Sobre la polémica Martí-(Roa)-Collazo”, incluido en José Martí, con el remo de proa. Por eso, y porque hacerlo desbordaría la ocasión, no vuelve ahora sobre el tema. Solo anota que en una de sus cartas de los días del debate —dirigida al patriota Fernando Figueredo con fecha 15 de enero de 1892—, Martí ratificó su firmeza y la seguridad argumental en que se basaba: “Moriría de pena si hubiera ofendido a alguien sin razón: me acaricio la mano, porque he clavado a un pícaro”. No lo detuvo que el impugnado fuera cubano.

Las realidades visibles cambian, mientras que a menudo las esencias perduran en circunstancias diferentes y bajo otras apariencias. No todo lo que se llama o se pretende nuevo o joven lo es realmente. El 27 de noviembre de 1891, al día siguiente del discurso conocido como Con todos, y para el bien de todos, Martí pronunció el que le otorga al símbolo de los pinos nuevos un sentido distante de lo generacional o etario, aunque frecuentemente se le dé esa interpretación reduccionista.

Lo aplicó a quienes mantenían vivo el ímpetu patriótico: aquellos que, por entre reveses y errores que el movimiento revolucionario cubano había sufrido, se erguían, como “en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos”, y abrazaban el proyecto que se gestaba para liberar a Cuba de España y de los Estados Unidos.

Al exclamar: “¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!”, hablaba en nombre de ancianos o mayores, como Máximo Gómez; o maduros, como él mismo, de treinta y ocho años entonces; o adolescentes, como Panchito, el ejemplar hijo del Generalísimo; o muchachos que empezaban a vivir y hacían o harían suya la causa patriótica. Así como él sabía que de todas las generaciones había también apátridas, tampoco hoy cabría identificar como pinos nuevos a quienes enmascaren su rostro y disimulen sus verdaderas manos para pasar como defensores de la patria.

Al margen de cualquier contingencia, quienes permanecen fieles a Martí no han de ceder un ápice en la tenacidad necesaria para elevar cada vez más los niveles de justicia y dignidad de su pueblo, y perfeccionar el funcionamiento del país, que es también una meta esencial. Para todo eso será necesario seguir enfrentando, sin supeditarse a sus maniobras, la nación imperialista que de 1898 a 1958 privó de independencia a Cuba y no le perdona que la lograse en 1959, y menos aún que la mantenga y la defienda.

Históricamente la firmeza de pueblo cubano se ha expresado en lemas como Patria y Libertad y Libertad o Muerte, que, ante el sabotaje en marzo de 1960 al vapor francés La Coubre —acto terrorista que segó numerosas vidas y fue parte de los planes imperialistas para derrocar a la Revolución—, se convirtió en el grito de quienes luchan por Cuba y su obra: ¡Patria o Muerte!, reforzado con ¡Venceremos!

* Discurso en la apertura del XLV Seminario Juvenil Nacional de Estudios Martianos, 24 de febrero de 2021.

 

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