Por: Yunier Javier Sifonte Díaz
Entre todos los momentos luminosos del deporte cubano existe uno especialmente mágico. Ocurrió en septiembre del 2000 en Sydney, mientras aquí muchos llenaban de emoción aquella madrugada. Punto a punto hasta el final, ataque, defensa, un pase rápido y desde una esquina Regla Torres en el aire para hacer realidad lo imposible. Por un instante Eugenio perdió la ecuanimidad y a Mireya la sonrisa no le cupo en el rostro. Triples campeonas olímpicas —dijeron al unísono—, y todo un país las amó más todavía.
El éxito de las Morenas del Caribe aconteció a menos de cinco meses del 40 aniversario del Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER) y llegó como un regalo anticipado. De aquella olimpiada aun resuenan el último salto de Iván, la carrera frenética de Anier, la alegría de Volodia, el triplete de Savón, la voltereta de Filiberto y el abrazo de Legna con ese otro gigante que es Ronaldo Veitía. Fueron alegrías para iniciar un siglo, pero también emociones para resumir lo vivido.
Cuando en 1964 Enrique Figuerola igualmente viajó miles de kilómetros y se convirtió en el primer medallista olímpico de la Revolución Cubana, sintió el mismo calor en el pecho y las mismas ganas de gritar. Entonces el INDER apenas tenía tres años de existencia y la Isla no estaba en el mapa deportivo del orbe, pero “el fígaro” abrió un camino que aun hoy tiene mucho de constancia, sacrificio e inteligencia.
Con aquel instituto nacieron las escuelas deportivas, se multiplicaron los entrenadores de alto rendimiento, la búsqueda de talentos en la base, la inclusión y el ímpetu. La educación física, los planes de la calle, la actualización científica y la sangre caribeña se unieron para llevar la práctica de ejercicios físicos hasta cada palmo de isla y encontrar los campeones en el barrio. Por doquier aparecieron terrenos de beisbol, canchas de baloncesto, pistas de atletismo y colchones de lucha para darle a Cuba las emociones del éxito y las lágrimas del esfuerzo.
Al lado de Juantorena un país cruzó la meta “con el corazón”. También voló junto al dardo de María Caridad y subió con ella al podio como la primera campeona olímpica de Latinoamérica, soltó los puños con la fuerza de Teófilo, tensó los músculos junto a Daniel Núñez, braceó con Falcón, hizo piruetas en el aire para imitar la maestría de Erick López. Desde entonces los grandes y los pequeños desfilan junto a la bandera en decenas de eventos deportivos, porque el impulso del deporte se convirtió en raíz de la identidad nacional.
Y en cada una de esas competencias una mirada resaltó desde las gradas o en la distancia. Son los ojos y las manos de Fidel. Estuvo cuando en 1991 Cuba acogió la fiesta de América y tampoco pasó por alto el regreso olímpico de Barcelona, despidió y recibió campeones, consoló al vencido y animó al inseguro de una victoria. Lo mismo en una cancha de barrio o desde el borde de una cama de hospital aquella tarde gris en que Ana Fidelia disputaba su competencia más importante, el hombre nunca faltó a la cita. El INDER es también parte de su obra.
A 60 años de aquella fundación los retos son aun mayores. Sostener la historia, recuperar espacios perdidos y conquistar otros aparecen en el horizonte. Pero hay aquí una obra hecha. Lo confirma la leyenda de Mijaín y la sencillez de Idalys, las proezas de Omara y la historia de entrenadores icónicos, ejemplos de la mejor arma del deporte cubano durante tantas décadas: la humildad y el humanismo. Son las verdaderas claves que permitieron la victoria aquella madrugada luminosa en que un grupo de mujeres conmovió a un país.
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