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jueves, 25 de febrero de 2021

Dialéctica de las redes sociales


por: Jose Ernesto Novaez Guerrero   

Las denominadas redes sociales no son solo herramientas comunicativas, sino también empresas privadas con un gran peso político y económico en el mundo contemporáneo. Además de entender sus dinámicas de funcionamiento interno, es importante comprender qué función desempeñan en la articulación del capitalismo contemporáneo.

La primera tesis que intentaré desarrollar es que las redes sociales son una prolongación de las industrias culturales tradicionales, cuyas características principales definen acertadamente Adorno y Horkheimer en su libro de 1944, Dialéctica de la Ilustración; particularmente en el capítulo titulado “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas”. Las industrias culturales tradicionales comenzaron a gestarse en las décadas del 30 y 40 del siglo XX. La hegemonía norteamericana al final de la Segunda Guerra Mundial determinó la hegemonía de la industria cultural estadounidense por encima de las demás.

Uno de los objetivos fundamentales de dichas industrias es la producción de una cultura de masas, la cual debía actuar como un elemento homogeneizador que limara todas las aristas divergentes y contraculturales, y contribuir a la construcción de un individuo plenamente integrado en la sociedad capitalista.

Adorno y Horkheimer apuntan:

Toda cultura de masas bajo el monopolio es idéntica, y su esqueleto —el armazón conceptual fabricado por aquel— comienza a dibujarse. Los dirigentes no están ya en absoluto interesados en esconder dicho armazón; su poder se refuerza cuanto más brutalmente se declara. (…) La verdad de que no son sino negocio les sirve de ideología que debe legitimar la porquería que producen deliberadamente. Se autodefinen como industrias, y las cifras publicadas de los sueldos de sus directores generales eliminan toda duda respecto a la necesidad social de sus productos.[1]

Las redes sociales funcionan como una prolongación de los contenidos de estas industrias culturales tradicionales. Con el añadido de la función comunicativa, actúan muchas veces como caja de resonancia, donde lo que más se divulga y consume está de alguna forma relacionado con estas industrias. Los perfiles más seguidos o los contenidos con más interacciones provienen por lo general de esta fuente, aunque las redes tienen su propia producción de contenidos en aquello que postean los usuarios. Algunas, como Youtube, han regularizado esta producción con los famosos “youtubers”, que a partir de un determinado nivel pasan a ser productores profesionales de contenido. Igual pasa en otras plataformas.

Las redes, al igual que las industrias culturales tradicionales, no solo contribuyen a la construcción de la hegemonía capitalista, sino que también cumplen una función de simplificación espiritual. Horkheimer y Adorno, llevando la terminología económica marxista al plano del espíritu, apuntan:

Inevitablemente, cada manifestación particular de la industria cultural hace de los hombres aquello en lo que dicha industria en su totalidad los ha convertido ya. Y todos los agentes de esta (…) velan para que el proceso de la reproducción simple del espíritu no lleve en modo alguno a una reproducción ampliada.[2]

La segunda tesis de este artículo, que se desprende de la primera, es que las redes sociales, como prolongación de las industrias culturales tradicionales, se insertan como un momento más en el proceso de reproducción capitalista. En ellas se verifica la reproducción ideológica de las condiciones económicas y de dominación del capital. Lo que Adorno y Horkheimer denominan la “reproducción simple del espíritu”, y que no es más que el acondicionamiento de la conciencia para la aceptación plena de las lógicas de funcionamiento capitalista. Su objetivo no solo es la rentabilidad económica, sino también la obtención de ese otro rédito simbólico imposible de cuantificar, pero imprescindible en la reproducción de cualquier sistema, eso que el marxista venezolano Ludovico Silva llamó la “plusvalía ideológica”. La hegemonía real del capital se debe sustentar sobre su hegemonía del espíritu. La aceptación de un modo de vida consumista implica la claudicación plena del individuo a esta lógica de dominación.

La tarea de estas herramientas de dominación subjetiva, por llamarlas de alguna forma, es la de conservar intacto ese culto misterioso a los productos del trabajo que Marx caracterizó como “fetichismo de la mercancía”.[3] El trabajo humano presente en la mercancía aparece ante los hombres como trabajo abstracto, como algo que les es ajeno y los domina. El hombre deja de ver en el producto la materialización de trabajo humano y lo ve como algo distinto de sí mismo.

Someternos a la seducción de la mercancía, sea esta un par de zapatos, un disco o un cantante de moda, implica ocultarnos el contenido social que subyace detrás de ellas, las relaciones sociales de producción que las sustentan y que a la vez son sustentadas por ellas. Es invisibilizar las precarias condiciones de una talabartería en el sudeste asiático donde se hicieron los zapatos o toda la maquinaria prefabricada que produce artistas siguiendo guiones también preestablecidos, para vendernos a través de ellos nuevas mercancías y modos de vida.

Resulta curioso apuntar que en su análisis Horkheimer y Adorno todavía consideraban las empresas de la comunicación como actores políticos subsidiarios de la gran industria. El vertiginoso desarrollo de las comunicaciones y su peso político creciente en la configuración de las sociedades modernas han hecho que las grandes empresas de redes sociales, entre muchas otras, y a pesar de ser un fenómeno relativamente reciente (Facebook fue lanzado en 2004, Youtube en 2005, Twitter en 2006 y WhatsApp en 2009, por citar solo los ejemplos más populares), dejen de ser capitales subordinados y pasen a tener un papel central en la dinámica política contemporánea. Su influencia es tal que han desplazado capitales establecidos, como es el caso de la industria petrolera.

Basta con ver las cifras que publican anualmente de las ganancias que facturan. Según los datos más recientes disponibles, y atendiendo solo a las redes sociales “hegemónicas”, todas ellas empresas norteamericanas profundamente conectadas con la política interna y externa de ese país, en 2019 Facebook facturó 70 500 millones de dólares, Twitter más de 3000 millones en 2020, e Instagram unos 22 000 millones en 2020.[4] Por contraste, una gran compañía del sector petrolero, como Chevron, facturó en 2019 “solamente” 2845 millones de dólares.[5]

La tercera tesis de este trabajo es que las redes sociales hegemónicas, como herramientas del capitalismo, son herramientas también de la derecha ideológica. El carácter de empresa privada capitalista determina el funcionamiento ideológico de los algoritmos, tendiente a neutralizar de diversas formas el pensamiento divergente contra el sistema. Desde la invisibilización, el cierre de cuentas o el aislamiento en bolsones de los contenidos incómodos, hasta la irrestricta divulgación de aquellos que son consustanciales a la lógica de funcionamiento de la empresa que, como empresa privada, al fin y al cabo, estará a tono con la lógica de funcionamiento del capitalismo.

Sorprende cómo los algoritmos, que son bastante efectivos en la neutralización del pensamiento de izquierda, no lo son por el contrario con los contenidos de extrema derecha. Esto hace pensar en primer lugar que las redes, como herramienta de la derecha ideológica, tienen mayores dificultades para regular determinadas facetas de este pensamiento. También lleva a la reflexión el hecho de que las redes pueden ser el caldo de cultivo idóneo para el resurgimiento del fascismo, bajo la forma de nuevas ideologías excluyentes, supremacistas y xenófobas.

Dando un vistazo a la historia, la emergencia del fascismo fue posible por la crisis de la clase media burguesa europea en el período de entreguerras. La crisis económica y la pobreza de la Italia de la época y las onerosas condiciones impuestas a la derrotada Alemania impidieron la articulación estable de una república burguesa y posibilitaron el ascenso de actores políticos oportunistas que supieron capitalizar el descontento popular y que gozaron, al menos al principio, de un amplio apoyo en sectores mayoritarios de la sociedad.

Esa crisis de la clase media se replica en el mundo contemporáneo, a raíz del progresivo deterioro del modo de vida de amplios sectores de la población a causa de las políticas neoliberales aplicadas extensamente desde la década del 80 del siglo XX. El peso social de esta clase, sumado a su influencia en los sectores más humildes de la sociedad, la dota de una alta capacidad de movilización. La crisis de la clase media por lo general implica también la crisis de las instituciones del estado burgués. Si una sociedad es educada ideológicamente para excluir la opción de la transformación revolucionaria del Estado por la izquierda, necesariamente, cuando es evidente una crisis del aparato estatal, emprenderá una transformación reaccionaria por la derecha.

La cuarta y última tesis de este trabajo es que las funciones ideológicas que satisfacen las redes sociales son independientes del grado de conciencia que puedan tener los dueños o trabajadores de estas empresas respecto a dichas funciones.

Marx se refirió en numerosas ocasiones a la necesidad de separar en el análisis la verdadera esencia de las cosas de las apariencias o representaciones que puedan existir de ellas. La apariencia es solo un momento, engañoso por demás. La única forma de comprender verdaderamente un objeto es llegar a la comprensión de las esencias que lo constituyen.

Las redes sociales, como todo producto de la sociedad del espectáculo, resplandecen y deslumbran. Sin embargo, la verdad, como siempre, está más allá de las luces, en el sordo entramado de relaciones sociales, donde se negocian permanentemente formas de dominación y donde se busca no solo construir la dominación de la minoría sobre la mayoría, sino también desviar la atención de esta mayoría a temas secundarios; enajenarlos, aislarlos y lograr al fin que acepten, felices o resignados, el statu quo capitalista.





 

 

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