por:Luis Toledo Sande
Aunque no se les deba regalar la publicidad que buscan para medrar con sus espectáculos, quienes culebrean contra la Revolución Cubana tampoco han de quedar sin repulsa. Servir a una potencia que le impone al país un estado de guerra algo más que virtual —ostensible en los terrenos económico y mediático, sin descartar agresiones armadas y terrorismo, que también ha habido— es un acto abominable que hasta pena de muerte puede costar en naciones donde esa condena no se contempla en condiciones de normalidad, que a Cuba le está negada.
Los grupúsculos contrarrevolucionarios y sus subjefes locales —los jefes son otros, y los mangonean desde los Estados Unidos, o desde plazas fijadas en diferentes territorios para camuflarse— incitan a que se les condene. No precisamente a muerte, sino a encarcelamiento, mucho mejor si es leve, porque para mayor faena no están.
Cuba tiene que lidiar con todo eso, y hacerlo con la mayor firmeza, sin caer en trampas como dejarse arrastrar a provocaciones anunciadas. Experiencia para seguir saliendo airosa tiene, adquirida durante más de sesenta años. Pero debe hacerlo, por añadidura, en medio de una derechización planetaria que se hace sentir hasta el horror, y por la cual hay quienes se dejan confundir dócilmente y hasta salen a defender a los “héroes”.
Un amigo confiable recuerda a una vecina suya, mayor, buena persona y cascarrabias, que tenía dificultades para desplazarse fuera de su casa, y él la ayudaba a cambiar el dinero que recibía de familiares en el exterior. Pero ella se lo daba a cambiar en pequeñas sumas, y cuando él le sugirió hacerlo de otra forma para no tener que ir tantas veces a las casas de cambio, la vecina le explicó su porqué: “¿Cambiar más? ¡Qué va! ¿Y si esto se cae?” De igual manera hay quienes procuran tener algún crédito que les sirva ante el “otro bando”, o ante el “otro banco”, si la Revolución se viniera abajo.
Detrás o por dentro de quienes sirven al imperio, y de quienes les hacen el juego a él y a sus mercenarios, se mueve el fantasma de la anexión y el anexionismo. Pero algo deberían tener claro, si no por voluntad patriótica, al menos por el sentido práctico de la conveniencia, que de hecho los guía. Desde finales del siglo XIX la anexión con que algunos han soñado sigue siendo una fantasmagoría difícilmente realizable: el imperio, que menosprecia a pueblos que estima inferiores, no la desea y, sobre todo, es contraria a la probada voluntad de Cuba.
Pero el pensamiento vinculado con la anexión, el anexionismo, abona posiciones aliadas del imperio. No es necesario que la anexión se haga realidad para que el anexionismo sea antipatriótico por definición. Paraliza el patriotismo, y abre las puertas para que prosperen los designios imperialistas.
El virus puede llegar más allá de quienes con mayor o menor grado de conciencia asuman la ideología anexionista, calzada en casos notables con paga del imperio. Esta puede llegarles directamente, o de instituciones máscaras que él crea porque ya sería demasiado burdo aparecer como agente de la CIA o al servicio de esta.
No habría que asombrarse si algún cipayo propusiera para Cuba una estadidad como la vinculada con Puerto Rico. Ni hay que lastimar a hijos e hijas de esa otra tierra antillana para apuntar que la feliz imagen de las dos alas del pájaro, acuñada por Lola Rodríguez de Tio en la estela de las luchas independentistas, no se entiende hoy al margen de asimetrías entre esas alas, no solo en cuanto a tamaño.
En la Cuba del siglo XIX no tuvo el proyecto autonómico la influencia que alcanzó en Puerto Rico. La prédica de Martí contra esa opción fue, junto con la tozudez y la represión colonial por parte de la España monárquica, una de las claves para que los ideales independentistas calaran decisivamente en la conciencia del pueblo cubano y condujesen al levantamiento de 1895. Sí, el mismo alzamiento que hizo a don Ramón Emeterio Betances exclamar: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan!”
Martí y Betances sabrían que el triunfo de la insurrección no estaba asegurado de antemano, pero también tendrían claro que solo ella afianzaría para lo más o menos inmediato la posibilidad de alcanzar la independencia y, con ella, fundar una República soberana. Su lucidez la confirmaron las diferentes trayectorias de sus respectivos pueblos a partir de 1898, año de la intervención estadounidense que Martí, en un plan apoyado por luchadores puertorriqueños como Betances, se había propuesto evitar.
Cuba pudo librarse del neocolonialismo que le impusieron los Estados Unidos y conquistar su independencia en 1959, mientras que Puerto Rico siguió sometida al régimen colonial en que la potencia norteamericana sustituyó a España. Y su realidad se le complicó tras la liberación alcanzada por Cuba en 1959: una parte de quienes eran y se sentían representantes y beneficiarios del régimen tiránico apoyado por los Estados Unidos y derrotado por la Revolución se exilió en suelo puertorriqueño.
En la calamidad que eso fue para Puerto Rico se ubicó el servicio brindado allí por tales exiliados al imperio, incluyendo hechos como el asesinato de Carlos Muñiz Varela. El intelectual Jorge Mañach, uno de aquellos exiliados luego de coquetear fugazmente con la Revolución, deploró que Cuba no se hubiera puertorriqueñizado, un dato que suele obviarse en la derechización que urbi et orbi idealiza a Mañach como si solo cupiera reprocharle el haberse ido de Cuba. Se soslayan elementos como su orientación política, tildada hasta de fascistoide, y sus tergiversaciones del pensamiento martiano.
La derechización no se expresa solo en juicios sobre Mañach, a quien no hay por qué desconocer ni menospreciar —lo sostiene el prologuista de las dos únicas ediciones enteramente cubanas de Martí, el Apóstol, biografía cuyo tema desbordó en su momento al autor— ni convertirlo en el ángel que no fue. La derechización se nota asimismo en otro de los males de esta época: el de los llamados, y llamadas, equidistantes, especialmente peligrosos porque podrían parecer equilibrados, sensatos, justicieros.
Es algo que se aprecia por distintos caminos, como al suponer que todo cuanto haga la Revolución Cubana por defenderse debe ser repudiado. No importa que lo haga con manos de seda y procurando respetar al máximo la dignidad humana, aunque se trate de enemigos que no den muchas muestras de tenerla. Según esa vara de medir, la defensa de la Revolución merece el mismo rótulo de represión que la criminal violencia de regímenes como el de Colombia contra sus pueblos, o de policías de los Estados Unidos contra personas de notorios ancestros africanos, pero que también son estadounidenses.
La “equidistancia” se observa igualmente en quienes solo son capaces de decir que están contra el bloqueo si antes o después tejen una sarta de críticas sañosas, y a menudo falaces, contra la nación que lo padece. Y en quienes exclaman que se puede aceptar el socialismo si este “deja de ser represivo”: es decir, si renuncia a defenderse.
La “equidistancia”, que no se agota en tales ejemplos, recuerda la anécdota del gladiador que, enterrado en la arena hasta el cuello y obligado a lidiar con un león, cuando este se le echa encima le muerde una pata y desde el palco presidencial y las gradas le gritan: “¡Así no se vale, tramposo, pelea limpio!”
Los anexionistas parecen soñar con que Cuba —que ha luchado por su independencia con un denuedo que no abandonará— sea un estado más del imperio. Pero están condenados al fracaso, y ojalá la vida no se encargue de probárselo del modo más terrible. Por las razones ya apuntadas, la anexión no tiene futuro; pero si la Revolución Cubana fuera derrocada, entonces ellos verían el papel que les reserva el imperio al cual sirven y que pretende apoderarse de Cuba para someterla y castigarla por su rebeldía. La tratarían como a colonia, y previsiblemente con más saña que a Puerto Rico.
Así descubrirían los anexionistas cuánta sabiduría acumulada hay en la sentencia “Roma paga a los traidores, pero los desprecia”. Alguien con sentido del humor la ha traducido en estos días como “El imperio alimenta la hemoglobina de los mercenarios, pero los desprecia”.
Los desprecia, sobre todo, el pueblo digno, inconfundible con quienes juegan a dejarse confundir y estarán esperando a ver con qué otra farsa movilizarse con reclamos “justicieros y democráticos”. Esos son, en Cuba, como los que en Puerto Rico —donde también abundan mujeres y hombres con dignidad— reciben con agrado el papel higiénico que un césar grosero les lanza al rostro cuando el pueblo de Eugenio María de Hostos, Betances, Pedro Albizu Campos, Lolita Lebrón y Rafael Cancel Miranda sufre, en medio de una colonia humillada, los efectos devastadores de un huracán.
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).
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