“China, te tengo un encarguito ahí”, solía decir, no sin antes saludar, preguntar cómo estaba, indagar por mis hijas y, últimamente, hasta por “Marcelino”, como le decía a mi nieto de cuatro años. Luego, las coordenadas, que podían ser relativas lo mismo a la huella de Fidel en el central Uruguay que al accidente de un ómnibus de Transtur en el que viajaban más de 30 turistas; el manejo de los fallecidos y los enterramientos en tiempos de covid o Luis Sáenz, el padre de la Pediatría.
“Si no encuentran fuentes oficiales dispuestas a informar acudan a otras: la vieja de la esquina que vio el accidente, el barrendero, el que pasaba por allí; el caso es traer la noticia y contarla, la gente tiene derecho a saber qué pasó”, nos decía. Y advertía a menudo algo que los periodistas solemos no tomar en cuenta: “Olvídense, que a nadie le gusta que lo critiquen. Nadie te va a abrir sus puertas así, de buena gente, para que entres a su centro a criticarlo. Esa es una reacción humana, pero nosotros tenemos que hacer nuestro trabajo”.
Para él no había imposibles. Cuando alguna vez sucedió que Escambray se retrasó en el abordaje de un suceso inédito no faltó el reproche, que no por suave dejó de doler. “Eso no nos debe suceder nunca”. Y recordó cómo un día, u otro, alguien del staff salvó la situación con una llamada desde el hospital, porque vio un movimiento raro; o desde una terminal, por la misma razón; o cuando Dayamis alertó sobre el avión varado en La Rotonda, que no era fruto de siniestro alguno. El asunto, insistía, era tener olfato para las noticias.
Su reclamo no consistía en que informáramos necesariamente primero, sino en que no le falláramos a ese público que desde hace dos décadas nos busca en las redes, o desde hace más de cuatro nos lee en la edición impresa. “Otros pueden decirlo antes, a nosotros nos corresponde contarlo lo antes posible y lo mejor posible”, remarcaba. No dijo nunca que él sentó las pautas, con aquella cobertura memorable de la caída del avión en Mayábuna, que convirtió al medio en una plataforma internacional.
“Hemos demostrado que aun tratándose de hechos ocurridos en otras provincias, si son de impacto para Cuba, podemos hacer buenos reportes”, y traía a colación los ejemplos donde sus discípulos nos crecimos, porque algo, pienso ahora, se nos tenía que pegar.
“Ya sabes que voy a ‘fusilarte’…”, era, luego del vocativo, el preámbulo del anuncio de que emplearía un texto ajeno para un reporte suyo, que solía resultar mejor, aunque él no hubiese estado allí. Lo contaba magistralmente, como si hubiera escuchado los testimonios de quienes narraban el recuento. Muchas veces me llamó a su oficina para que revisara, en su ordenador, el texto resultante; o me lo consultó por teléfono, porque sería imperdonable errar.
Lo mejor de todo era esa capacidad suya para descubrir un talento en los otros, para explotar la arista profesional en la que cada quien brillaba más o se sentía más cómodo. Y nada de restar méritos a quien los tenía, fuera el periodista más galardonado o la novata, o la recepcionista, o el chofer, o el custodio, o la carismática auxiliar de limpieza a quien siempre mortificaba con sus ocurrencias, porque era en extremo ocurrente y sabía, como nadie, hacer reír.
Lo veo ahora mismo subiendo las escaleras de mi casa en el reparto 26 de Julio, en una tregua de la lluvia durante el huracán Michelle, con una de mis gemelas en brazos tras una punción lumbar, u orquestando el auxilio a Manuel, nuestro reportero estrella, fallecido años atrás,o tramando una estrategia para socorrer a alguien en un momento duro.
Lo imagino, porque no pude verlo, empecinado en que yo no me fuera de Escambray cuando se me nubló el juicio tras la pérdida de mi padre. Uno de sus últimos diálogos por el chat versó sobre la salud de Carmen, entonces aquejada de covid, a quien llamó en cuanto supo de algunos síntomas preocupantes. Aquel domingo ya comenzaba a enfermar, pero las alusiones a sí mismo resultaban parcas.
“En la prensa cubana hay muchas talanqueras por quitar y hace falta mucha voluntad para lograrlo; pero no digan ahora que dije eso. Pueden decirlo solo cuando me muera, los autorizo”, manifestó, enfático, aunque del modo más informal que pueda imaginarse, un mediodía a la salida del comedor.
Todavía espero su llamada, para escucharlo nuevamente con uno de esos retos que me ponía delante, sin sospechar siquiera que no creía poder, hasta que él, con su mágica habilidad, me convencía de que sí. Dentro de poco sonará el teléfono y su voz me dirá: “China, te tengo un encarguito ahí”.
(Tomado de Escambray)
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